sábado, 11 de agosto de 2012

Fuego

Las emociones desbordadas no son buenas, sobre todo cuando se pierde totalmente el control. Un relato breve que habla sobre la tristeza y la desesperanza se un hombre que tiene sobre si, dos maldiciones, la piroquinesis y la soledad...

Fuego

El encendedor le relajaba, lo usaba como medio para mantener la calma mientras estaba bajo tensión, sabía que no era buena idea dejar que la ira lo embargara, no era bueno explotar de furia.
Era bastante frustrante para él la simple idea de no poder enojarse, de tener que mantenerse siempre sosegado. Practicaba yoga, practicaba karate, y meditaba bajo cascadas cada que tenía oportunidad. Su casa estaba llena de incensarios y de cuadros pacíficos que mostraban paisajes irreales donde la tranquilidad era asombrosamente eterna.
Pero nada le quitaba la frustración de saber que no podía dar rienda suelta a ese sentimiento tan primitivo y básico en el ser humano, la ira, o cualquier otra emoción intensa.
-Bueno, técnicamente hablando, no se si pueda llamarme "ser humano".
Su sarcasmo era excesivo, aún cuando hablaba consigo mismo.
La gente le rehuía, pues parecía un amargado. No reía nunca, no hablaba nunca, más que para rebajar a los demás a base de comentarios lacónicos extraídos desde su más profunda fuente de odio, el odio hacia su vida misma.
Se jactaba de que la gente le tenía miedo. No era de apariencia imponente, pero la forma en como miraba a las personas revelaba el potencial destructivo que tenía en su interior.
-Si tan solo supieran la verdad, entonces de verdad me temerían.
La realidad en su interior era otra. Él tenía miedo, pues sabía lo peligrosas que podían ser sus emociones.

Debido a eso, cuando avanzaba por la calle, siempre con la mano derecha en el bolsillo, abriendo y cerrando al tapa de su encendedor, caminaba cabizbajo, recordado como era que la había perdido, recordando la más terrible de sus maldiciones. Desde ahí provenía su mirada. Desde ahí provenía su verdadero odio.

Ocurrió cuando entró a la pubertad. Maestros, vecinos, y sus propios padres le advirtieron que en la pubertad ocurrían muchos cambios en el cuerpo de un joven sano. Poco sabían todas esas personas cuanto cambiaría en verdad.

Sintió que desde hacía días que la ira le embargaba excesivamente, no podía ser corregido en lo más mínimo, pues sentía un fuego arder intensamente en su interior, tratando de escapar por las comisuras de sus labios. En otras ocasiones, se sentía triste hasta el punto de querer destruirse a si mismo, calcinarse de una vez hasta quedar solo cenizas. A veces al ver a las chicas, cuyo cuerpo también había empezado a cambiar, sentía en sus entrañas un calor inusitado, que desbordaba en suspiros a la salud de los años futuros en los que podría disfrutar las delicias del sexo.
Poca importancia le dio al hecho de que siempre relacionaba todo con el fuego.

Hasta aquel día que señaló un cambio en su vida. Había ensayado con esmero las palabras apropiadas. Había escogido su mejor ropa y pulido hasta el último detalle de su vestimenta. El enjuague bucal le había quemado ligeramente cuando entró en su boca, pero no le importó, pues quería que todo fuera perfecto. La euforia lo llevaba caminando sobre flamas, que aunque le hacían arder por dentro, le daban una tibieza asombrosa sobre la piel.
Pero cuando llegó frente a aquella chica que le hacía sentir ese fuego, esta lo rechazó y humilló excesivamente.
Volvió a su casa casi llorando solo para encontrar a sus padres peleando, los cuales, al entrar él, apenas y disimularon su enojo mutuo, volcando una gran cadena de reproches sobre los reportes de los profesores acerca de malas notas, peleas constantes, y distracción continua.
Entonces no pudo más, aquel fuego interior dio paso a la ira misma, y explotó de furia, literalmente, envolviendo todo en llamas. Sus padres, murieron calcinados. La casa fue reducida a cenizas. Él, salió caminando entre las intensas llamaradas, como si nada.

Vagó por la ciudad, de pariente en pariente. Tratando de controlar su extraño don, sin la más mínima carga de conciencia. Dedujo y dio por sentado que se basaba únicamente en la furia así que pensó en controlarse y usar su "habilidad" solo para castigar a aquellos que lo mal trataran.
Fue contra las chicas que lo rechazaron, contra los compañeros que lo golpeaban y se burlaban de él, contra los maestros que lo reprobaron... contra medio mundo, pues ellos tenían la culpa.

Llegó a hacerse adulto solo para terminar lleno de rencor, de furia, de odio contra todo aquel que, según él, lo mereciera.

El problema llegó, cuando se dio cuenta que la ira no siempre se puede controlar. Causó incendios involuntarios cuando lo despidieron, cuando lo multaron, cuando chocaron su auto. Cientos sufrieron por su falta de control, cientos murieron por las llamas de su furia.

Una tarde, dedicada obligadamente a buscar empleo en un periódico en un viejo café, lanzó un puñetazo contra la mesa luego de recibir una negativa por teléfono. La ira lo embargaba una vez más; la furia que sus ojos reflejaban, anunciaba un incendio aún más grande que los anteriores. No había pagado aún la electricidad, el agua, la renta... su frustración lo iba a hacer estallar, justo cuando una dulce voz, le hizo volver a la realidad.
Una joven se le acercó con una taza de té.
-Relájate, la ira no es buena en un joven tan guapo.
Su ira se desvaneció de golpe.
Esa voz lo calmaba, como la música a las bestias.
La chica sacó un cigarro, y se lo puso entre los labios con un gesto sensual e inocente, luego, extendiendo la cajetilla hacia él, le ofreció uno.
La oferta no fue rechazada, y la chica, procedió a encenderlo con un flamante encendedor zippo, carcasa plateada de edición regular.
Conversaron durante horas, apenas y podía creer que aquello estuviera pasando en verdad. Ella le confesó ser psicóloga, le dijo muchas cosas sobre el manejo de la ira, y lo consoló con palabras dulces, cuando él le contó su turbio pasado. Ella le dijo que él era como ese encendedor, con una carcasa dura que impedía ver su verdadero ser. Él solo acertó en lo atinado del comentario, sin ahondar más en el punto de que era muy literal esa comparación.
Él no mencionó nada sobre su extraño dote, él quería borrar esa parte de su pasado ahora que había encontrado parte de su futuro.
Ella y El se confesaron su amor, un amor impulsivo, un amor a primera vista, un amor intenso como llamaradas.
Y cuando querían terminar esa tarde perfecta sellándola con un beso, el fuego interior volvió a surgir, calcinándolo todo en aquel viejo café, mesas, sillas, parejas que conversaban, niños que jugaban, y a la mujer de sus sueños...
Solo quedó entre las cenizas aquel viejo encendedor, como vestigio de que había descubierto algo esa tarde.
Existen emociones tan o más intensas que la ira.

Cambió drásticamente su forma de ser. Miraba con más envidia que odio a las personas, principalmente a las parejas.
Ellos podían expresarse libremente. Él tenía que reprimirse, él no podía enojarse, ni llorar, ni amar.

Mientras pensaba en eso. Sacó el encendedor de su bolsillo, lo abrió frente a si y encendió la mecha, mientras sacaba una sola conclusión, la misma que había estado sacando desde aquel incidente en el café:
-Yo, soy solo fuego.

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